Una mala racha

Mauro trabajaba toda la semana como guardia nocturno en una fábrica de robots. No tenía días libres. El hombre se mataba trabajando para pagar sus deudas. Tenía una hija de catorce años a la que no veía mucho y una exesposa a la que no quería ver.

Su trabajo consistía en vigilar las cámaras de vídeo desde el cuarto de control, si ocurría algún intento de robo o accidente, él debía presionar el botón de emergencia. Nunca pasaba nada. Todo era muy silencioso y aburrido. Por el día la fábrica operaba en automático: brazos mecánicos atornillando, soldando, conectando, una y otra vez. Por la noche, cuando él llegaba, todos los robots ensamblados se hallaban en el complejo de carga inalámbrica, era como verlos dormir. Nada del otro mundo.

En una ocasión, mientras Mauro veía una película en la sala de monitoreo, recibió una llamada de Sonia, su hija. «Aló, papá. Adivina quién está afuera de tu trabajo», le dijo. La pequeña cortó de inmediato, dejando a Mauro con la palabra en la boca. Él salió del recinto y vio en la vereda a Sonia cargando su conejo. Lo primero hizo fue preguntarle que estaba haciendo en medio de la noche. Antes de que la niña pudiera responder, sonó un claxon, provenía del auto de Margot, su exmujer, Mauro intentó acercarse a saludar y apenas dio unos pasos, la mujer gritó: «¡Cuídate, cariño, cualquier cosa me llamas y vengo a recogerte!». «Está bien, mamá», se despidió la niña.

Los padres de Sonia se habían divorciado hace cuatro años. Por esos días Mauro estaba desempleado. Él solía trabajar como contador en una empresa grande, pero fue despedido con la llegada de la gran automatización. La inteligencia artificial y los robots desplazaron a los humanos en distintos campos. Las máquinas eran más rentables para las compañías. No había que pagar seguros ni vacaciones, podían trabajar las veinticuatro horas y lo mejor de todo es que el error humano había quedado atrás.

Un amigo de su facultad le contó que podía ganar mucho dinero, si invertía en activos digitales. Mauro siguió su consejo. Al inicio invertía con cautela y no le iba tan mal. Sin embargo, su esposa desaprobaba esa nueva faceta.

—Mauro, consigue un trabajo de verdad. Eso de invertir dinero en internet es una estafa. En cualquier momento vas a salir trasquilado.

—¡No sabes lo que dices, mujer! Esto es el futuro de las finanzas. Mañana cuando tú también te quedes sin trabajo, me darás la razón.

Con el pasar de los meses, Mauro se topó con una “oportunidad de oro” y decidió arriesgarse. Así que invirtió todo lo que había ganado y en efecto, el valor de su dinero se incrementó.

A la mañana siguiente, alardeó de su hazaña con Margot. Ella no le prestó mayor atención y se fue al trabajo. Mauro se sintió minimizado, ya que lo que ganaba con su nuevo pasatiempo no alcanzaba para sostener a su familia y su esposa lo había reemplazado como el pilar del hogar.

Mauro evaluó su última inversión, hizo las matemáticas y calculó que esta seguiría creciendo de forma exponencial por un par de meses más. Cegado por la codicia y el rencor, retiró los fondos mancomunados que tenía con su esposa y los invirtió. Esa misma semana, de golpe, su inversión perdió todo su valor. Él se quería morir. Había perdido gran parte del dinero. No sabía qué hacer. Decidió guardar esto en secreto y recuperar el dinero como sea. Debido a esto, comenzó a trabajar como vigilante.

En una ocasión, al regresar del trabajo, vio a su esposa afuera de la casa con unas maletas. «¿Qué pasa, amor? ¿Qué haces con las maletas afuera? », dijo intuyendo que se vendría lo peor. Y así fue. La pregunta hizo estallar a Margot. Y después de haber agotado todos los insultos que conocía, Margot le confesó que se había enterado de la idiotez que había hecho por el reporte mensual de su cuenta. Margot le dio las maletas y lo botó de la casa.

—¿Papá, estás feliz de verme? —preguntó la niña.

—Claro, que sí —respondió Mauro.

—Copito y yo también —sonrió Sonia.

—¿Y cómo así decidiste venir a mi trabajo? —dijo rascándose la nuca—. ¿Tu madre te lo pidió?

—No, en realidad, ella se opuso, pero al final la convencí.

—Entiendo…

—Quería pasar tiempo contigo, ya que no nos vemos tan seguido —explicó Sonia—. Además, no podremos vernos el próximo mes, porque viajaré con mamá.

—¿Cómo es eso?

—Lo que pasa es que el novio de mamá nos invitó a un tour por África. Viajaremos este fin de mes. —Mauro se quedó pensativo—. Papá, podrías quedarte con Copito mientras estoy de viaje.

—¿Qué? —dijo saliendo de su abstracción.

—Lo que sucede es que necesito que alguien cuide de Copito. Le iba a decir a mi mejor amiga, pero la verdad es que confío más en ti.

—Está bien —aceptó sonriendo—. Copito y yo estaremos bien. Él será mi nuevo compañero de guardia. —El papá de Sonia tomó al conejo y lo puso en el suelo—. ¿No crees que estará más feliz si lo dejamos pasear libremente?

—¿Y si se come algún cable? —objetó la niña—. Este lugar es muy peligroso para él.

—Está bien, vamos a llevarlo a la cochera. —Mauro intentó cargar al conejo, pero este se asustó y salió disparado.

El conejo corrió y se metió debajo de unas máquinas. No había modo de que los brazos de Mauro llegaran ahí, así que cogió una varilla de metal y se agachó. «¡Qué vas a hacer, solo lo vas a asustar más!», reclamó la niña. «Cálmate, hija. Solo lo voy a empujar para que salga de ahí».

Apenas el animal sintió el frío del metal, escapó por el pasillo. «¡Papá, ya salió!», avisó la niña. Mauro se levantó y lo persiguió. El conejo bajó las escaleras y llegó al complejo de los robots durmientes.

«¡Papá, está ahí, donde los robots!», señaló la niña, viendo todo desde un barandal. Mauro subió a la plataforma de carga lentamente para no asustar al conejo. De repente, Copito empezó a chillar y a dar brincos extraños. No corrió, solo saltaba y se retorcía. Mauro pensó que el animal manifestaba una actitud territorial. El conejo mostró este raro comportamiento por al menos un minuto hasta que por fin se detuvo y quedó tendido en el suelo. Sonia bajó corriendo. El papá fue a ver al conejo.

Un olor extraño desprendía de Copito. El animal parecía muerto y de su cuerpo brotaba un líquido. Era orina. Del charco que se había formado empezaron a saltar chispas. El papá dejó de moverse y le gritó a su hija que no subiera a la plataforma.

Mauro cerró los ojos esperando a que la electricidad de la plataforma de carga lo achicharre, pero eso no pasó. Abrió los ojos y asumió que la corriente tenía un voltaje bajo para electrocutarlo, pero suficientemente alto para afectar a un ser tan pequeño como el conejo. En el piso Copito empezaba a desprender humo. El papá lo pateó fuera de la plataforma. La hija estalló en llanto. Mauro le intentó explicar lo sucedido. Ella no entendió nada, solo siguió llorando.

El padre impaciente sacudió a Sonia y le gritó que fue un accidente. La hija miró a su padre y le dijo: «Te odio». Mauro no supo qué contestar, soltó a la niña y ella salió corriendo. Una vez que Sonia abandonó el lugar, Mauro caminó hasta el conejo, se sentó a su lado y acariciándole la cabeza dijo: «Al final, conseguiste escapar, ¿eh?, suertudo».

Gabriel Pacheco
Gabriel Pacheco

Intento de escritor.

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