Los muertos de Catalina López

Esta vez la viuda no derramó ni una sola lágrima. Era la quinta vez que Catalina López perdía a uno de sus maridos. Las malas lenguas decían que la mujer era una bruja que sacrificaba hombres para lucir joven y hermosa, lo cierto es que este rumor lo iniciaron las viejas envidiosas del pueblo. La señora López apenas tenía veinticinco, era la mujer más bella del pueblo, su familia era adinerada, no le faltaba nada, o bueno casi nada, solo le faltaba un esposo (cinco para ser preciso).

La muerte de los esposos de Catalina está rodeada de misterio y especulaciones. Nadie sabe la verdad, pero de lo que si se tiene certeza es de una sola cosa: todas las muertes han ocurrido en la casa de Catalina López. Un lugar que, a decir verdad, no tiene mala pinta, todo lo contrario, es una casona frente al lago Milagro que fue construida hace seis años como regalo de bodas de la familia López por el primer matrimonio de su hija. Algunos dicen que en el pasado ese sitio fue un cementerio indígena, pero de nuevo son solo rumores.

Cuando todos los invitados del funeral se retiraron, la señora López se acercó al padre Pablo. Ella le dijo que quería hablar en privado. El cura aceptó y le pidió a la viuda que lo acompañara en su camino a la Iglesia. Ella aceptó.

—¿Padrecito, ha escuchado los chismes? —preguntó Catalina.

—¿A qué se refiere? —respondió extrañado.

—Sobre lo que dicen de mí.

—No tengo idea, hija —dijo el cura, haciéndose el desentendido.

—Bueno, la gente del pueblo dice que soy una bruja. —El padre se detuvo—. Pero no lo soy —aclaró al instante la mujer.

—Y a qué viene todo eso —dijo el cura confundido.

—Lo que sucede es que quiero pedirle un favor.

—¿Un favor? ¿De qué se trata?

—Verá quiero que vaya a hacer una limpieza espiritual a mi casa.

—¿Limpieza espiritual? Usted me está tomando el pelo.

—No, padre. Cómo cree. Lo que le digo va en serio.

—Es que nosotros los hombres del señor no hacemos “limpiezas espirituales” —explica ofuscado—. Lo que tú estás buscando es un chamán.

—¿Debo contratar uno?

—¡Nooo! Lo que te quiero decir es que no existe tal cosa como una “limpieza espiritual”. El espíritu se mantiene pulcro mediante nuestra fe y nuestras acciones. Además, qué es lo que sucede. No entiendo nada. ¿Para qué quieres esa “limpieza”?

 —Verá, padrecito. Hasta el día de hoy tengo cinco esposos muertos. Cinco esposos muertos, imagínese, y hasta ahora la policía no ha hallado al culpable. Al principio, me señalaron como autora de estos horrendos crímenes. Yo lo negué, por supuesto. Sí me he casado con esos hombres es porque los amé de verdad. La policía no me creyó e intentó culparme, pero nunca hallaron ninguna evidencia en mi contra. Lo que sí hallaron después fueron unas marcas en los cuellos de mis difuntos esposos.

—¿Los estrangularon? —dijo el padre cubriéndose la boca.

—Todo apunta a que sí y el autor debe ser un hombre. Por eso me descartaron como sospechosa. Mire mis manos, son tan pequeñas y delicadas que no podría ni ahorcar a una gallina.

Todos estos sucesos iniciaron con la muerte de Tomás, mi primer esposo —continuó la viuda. Él falleció de ahogamiento cuando cenábamos. Fue horrible. Yo intentaba hacer que expulse lo que se le había atorado, pero como le dije soy una mujer muy frágil y no fui de gran ayuda. Él de impotencia se presionaba el cuello con sus manos intentando salvarse. Fue tal su fuerza que se dejó unas marcas.

—Lo siento mucho, hija —la confortó dándole unas palmaditas en el hombro.

—Yo lo siento más, padre —asintió—. Como le decía, en el caso de mi primer esposo, él fue quien se dejó las marcas, pero a partir del segundo la cosa se pone extraña.

—¿Cómo es eso?

—Sucede que a mis otros esposos los estrangularon. ¿Quién? La policía no tiene ni idea. Pero yo sí. Creo que fue Tomás.

—Hija, pero si él está en el cielo con el señor. ¿No me digas que estás creyendo en fantasmas?

—Sí, señor.  A veces, por las noches oigo quejidos, golpes, lamentos. Lo único que hago yo es cubrirme la cabeza con las sábanas y esperar que todos esos ruidos cesen. —La mujer hizo una pausa, miró al suelo y luego al cura—. Padre voy a necesitar un exorcismo en mi casa.

—Hija, no cualquiera puede hacer eso.

—¿Acaso no es usted un hombre del señor? —replicó.

—Bueno, sí, pero… Bien bien, tendrás tu exorcismo. Te visitaré mañana por la tarde, ¿te parece?

Catalina le agradeció al padre, lo abrazó y se despidió. La gente alrededor murmuraba. El padre se sonrojó y continuo su camino.

El día pactado, el padre Pablo se presentó en la casona con Carlitos, su monaguillo. Ambos estaban impresionados por lo grande que era el lugar. Catalina López estaba sentada afuera de la casa con una cesta de mimbre. Al ver al padre se alegró y corrió hacia él. “¡Muchas gracias por haber venido!”, exclamó y abrazó al padre. El niño al ver tal escena tosió adrede. “¿Y este muchachito tan apuesto?”, preguntó la viuda pellizcándole la mejilla al niño.

Catalina los guio hasta la puerta de la casa y entonces dijo: “Padre, yo voy a casa de mi madre, porque creo que presenciar un exorcismo definitivamente acabaría con mi sanidad”. “Te entiendo, hija. Ve con dios”, respondió el Padre. La mujer se despidió y se marchó. Cuando el padre y el monaguillo estuvieron solos, Carlitos dijo: “¿exorcismo?”

El padre en realidad no creía que la casa de Catalina estuviese embrujada o algo por el estilo. Él solo había ido para calmar el miedo de la mujer leyéndole unos pasajes de la Biblia, orando y demás técnicas religiosas que se conocía. No había contemplado que la viuda se marcharía, por eso tuvo que hacer un cambio de planes. Así, el cura le propuso al monaguillo buscar el origen de los ruidos que oía Catalina por las noches.

Después de revisar cada rincón de la casa, no hallaron ninguna fuente de sonidos extraños. El padre le explicó a Carlitos que era posible que las muertes de los esposos de Catalina hubieran afectado su cordura.

—¿Entonces, padre, podemos irnos?

—No podemos irnos, hijo. Y si roban la casa mientras nos vamos. Mejor esperemos a que llegué la señora Catalina.

—¿Padre, y si llega tarde? Yo tengo tareas que hacer.

—No me mientas, hijo. Recuerda que mentir es un pecado y puedes arder en el infierno por eso.

El niño aceptó quedarse a regañadientes. El padre fue a la cocina y se sirvió una copa de vino, luego se sentó en el sillón frente a la fogata y se quedó dormido. Mientras, de aburrimiento, el niño cogió los adornos de la sala de estar y se puso a jugar con ellos. De pronto, escuchó unos ruidos extraños que venían de arriba. “Deben ser ratas”, pensó. Como el pequeño ya tenía experiencia exterminando ratas, tanto en su casa como en la iglesia, subió a la segunda planta. Ubicó la habitación de donde provenían esos ruidos y entró.

En medio de la habitación, un hombre ahorcaba a otro. La víctima intentaba liberarse. Luego, un tercero apareció atravesando la pared. El niño aterrado sacó su rosario del bolsillo y empezó a rezar. Uno de los hombres se dio cuenta de su presencia y flotó hacia él extendiendo los brazos. Antes de ser atrapado, el niño salió disparado de la habitación. “¡Padre Pablo! ¡Padre Pablo!”, gritó. “¡Carlitos!”, se escuchó, el doble de fuerte, desde abajo. Al intentar bajar las escaleras, el niño tropezó y, desde el suelo, vio como dos hombres ahorcaban al padre.

Al caer la noche, el cura y el monaguillo salían de la casa envueltos con unas mantas negras, llevados por los policías, directo a la morgue del pueblo.

Gabriel Pacheco
Gabriel Pacheco

Intento de escritor.

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