Las primeras noches de Camila

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La pequeña Camila dormía plácidamente hasta que empezaban los martillazos. Ana la cargaba e intentaba calmar su llanto, pero en cuanto se volvía a dormir los martillazos la levantaban de nuevo.

Antes de la llegada de Camila, siempre había sido así. Siempre a las 3:33, pero ni Ana ni yo nos habíamos quejado.

—Sebastián, ya no podemos seguir así —dijo Ana, con la bebé en brazos.

—Pero qué puedo hacer yo —repliqué.

—Si no solucionas este problema, te juro que me voy a la casa de mi mamá —me amenazó con su típica mirada.

—Corazón, te prometo que mañana lo soluciono.

—No, Sebastián —dijo, apretando los dientes (estoy seguro de que si la bebé no estaba me lo hubiera gritado)—. Esto tiene que acabar ahora.

Me cambié el pijama y salí. Qué serían esos golpeteos, de dónde provenían, quién los hacía, nunca me importó; pero hoy era distinto. Bajé a la recepción del edificio y vi al conserje durmiendo. Le toqué el hombro, pero nada. Ese hombre dormía como roca. Toqué su campanilla y se levantó de inmediato. Me preguntó que se me ofrecía y le dije que en el sexto piso había algún inquilino que estaba martillando o algo así.

Cuando llegamos al sexto piso no había ningún ruido, el conserje me miró extrañado y le aseguré que sí había sonidos y que mi esposa se encontraba calmando a mi hija por culpa de esos martilleos. Él pareció no interesarse por comprobar lo que decía. «Maestro, le parece si mañana le pregunto a los vecinos para ver de dónde proviene ese ruido», me dijo. No objeté y lo dejé ir. Al menos, el ruido había parado, Ana ya no estaría tan molesta.

La bebé dormía en la cuna y yo estaba metida de nuevo en la cama. Oí que alguien entró, pero no me levanté. Por las pisadas intuí que era Sebastián. Se sentó en la cama y me explicó lo sucedido con el conserje, yo le dije que me había dado cuenta de que el golpeteo cesaba, casi siempre, a las 4:00, pero que esta vez no fue así. Ninguno de los dos podía identificar de dónde provenían los ruidos. Él pensaba que era algún vecino que reparaba sus muebles. «Imposible, cómo alguien va a estar reparando sus muebles por meses y encima en plena madrugada», repliqué. Yo pensaba que era algún fantasma. «No seas ridícula, los fantasmas no existen». «Cállate, eso lo dices porque tú nunca has visto uno, pero yo sí los he visto». Sebastián nunca creyó en ninguna de mis anécdotas de contacto con el más allá, como aquella vez que mi abuela falleció y se apareció en mi recamara para decirme que todo estaría bien, o cuando lo atropellaron a Capitán y dos días más tarde lo vi en el jardín y, aunque era un perro, me dijo que todo estaría bien.

―Pavadas ―se burló Sebastián―. Podría ser la pareja de recién casados, ya sabes…

―Idiota ―lo interrumpí―, solo hay dos posibles respuestas o es la vecina del 603 o es el viejito del 601.

―El viejo no puede ser. El otro día lo vi bajando con su bastón y me di cuenta de que ya estaba en las últimas. No creo que sea capaz de hacer esos ruidos.

-La señora del 603 vive con sus 3 niños que van temprano al colegio, dudo que sea ella. Además…

Los ruidos comenzaban de nuevo.

Camila lloraba. «Esta vez vas tú vas y yo cuido de la bebé», me dijo Sebastián mientras levantaba a la bebé de la cuna. «¿Y quién va a darle de amamantar?», pregunté. Él me dijo que aún quedaba leche materna en la nevera. No encontré otra excusa. Me tocaba, era lo más justo, pensé.

Salí del departamento y el golpeteo seguía. Fui al 603 y pegué la oreja a la puerta. Nada. Ningún ruido provenía de ese lugar, caminé hacia el 601 y me encontré la puerta semiabierta. Ni loca entro a ese lugar, pensé. Di media vuelta y lo vi. Con los ojos blancos, el viejito me miraba mientras repetía: todo va a estar bien, todo va a estar bien.

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