La mesa 33

Llegué con media hora de anticipación, aún no se aparecía nadie. Me pregunto si hubiera sido una mejor idea ir a la iglesia para ver la boda. ¡De ninguna forma! Conociéndome me hubiera puesto sentimental. Hace ya tres meses que Sofía me terminó y cualquier lugar romántico me trae recuerdos, recuerdos que quiero borrar.

«No es necesario que vayas al matri, solo ve a la fiesta», me había dicho Joaquín. Al principio me opuse. Estos últimos días no me he sentido con ganas de nada. «Dale no seas nena, vas a estar llorando por una flaca. Ni siquiera era bonita. En la fiesta vas a encontrar mujerones, oíste. Mu, je, ro, nes», me persuadió.

Ya era medianoche y yo seguía parado afuera esperando a Joaquín para poder entrar juntos. Todos los que llegaban eran amigos y familiares de su prima, la novia (a estas horas seguro casada).

El guardia del local, que me había visto esperar todo este tiempo, se me acerca y me dice:

—¿Eres invitado?

—Sí, solo estoy esperando a un amigo —respondo.

—¿Cuál es tu nombre? —me dice mirando su lista.

—Martín Vélez

—Déjame ver —dice, pausadamente, mientras desliza su dedo por la hoja—. Sí, efectivamente. Aquí estás. Mira, flaquito, mejor vas pasando porque luego te quedas sin mesa.

—Está bien —asiento.

Al ingresar una anfitriona me da un número. «Esa será su mesa», me explica, mientras me señala por donde debo ir.

La mesa 33, mi mesa, está vacía. ¡Por suerte! Me incomoda tener que pedir permiso. Me siento. Aún hay cinco asientos sin ocupar. Poco a poco, el local se va llenando. Una pareja de gordos cincuentones me mira, pero ninguno dice nada. Se sientan. Ellos comienzan a conversar sobre la boda, en realidad solo la señora, el marido solo asiente. Al parecer, según lo que escucho, la prima de Joaquín se vio forzada, por sus padres, a casarse ya que salió en cinta.  «Es un horror, la juventud de hoy está perdida—exclama la señora—. Antes, el novio tenía que pedir la mano si quería formar una familia, pero los chicos de hoy lo hacen todo al revés».

Reviso mi teléfono. Joaquín no ha recibido mis mensajes, odio cuando eso pasa. Marco su número. Es en vano. El puto no contesta. Me revienta que una persona no conteste las llamadas ni los mensajes; peor aún, me revienta la impuntualidad, dos defectos que Joaquín tiene.

Levanto la vista, la mesa está llena. Un grupo de señoras ocupó los asientos restantes. Una de ellas viene acompañada de su hijo, un adolescente lleno de granos, que parece haber sido forzado a venir. Su mamá le dice algo, pero este no responde, solo se limita a jugar con su teléfono.

Ya pasó casi una hora y Joaquín nada, ni un mensaje. Nada. Yo me quiero ir, pero en el centro están los recién casados dando un discurso: «Desde el momento en que te vi, supe que llegaríamos al altar», dice el novio. «Bah, tremenda mentira», susurra la señora a su esposo.

Todo el ritual matrimonial termina y da paso a la fiesta. La orquesta comienza a tocar salsa y las parejas salen a la pista de baile. Estoy a punto de pararme e irme, pero las señoras se me adelantan. Parece que ellas se van a bailar. «Gordito, vamos a bailar, como en los viejos tiempos. Dale, no seas aguafiestas», dice la cincuentona a su marido. Él la mira y no dice nada. La señora se para y se va refunfuñando. El viejo se queda, destapa otra cerveza y se la toma. Sin despegar sus ojos del celular, el niño sigue jugando.

Todos alrededor parecen estar pasándola muy bien, esa felicidad me enojaba un poco. ¡Maldita la hora en que decidí venir! ¡Maldito Joaquín!

Nosotros, la mesa 33, parecemos ajenos a la fiesta. De algún modo, me siento a gusto en esta mesa, por esta razón tampoco me he parado. Sé que para los demás podemos parecer unos aguafiestas, incluso perdedores, probablemente ni eso, lo más seguro es que nadie advierte de nuestra presencia, somos como invisibles. Nadie nota al viejo ebrio, al niño ludópata y al fisgón triste.

Después de media hora, a lo lejos consigo ver a Joaquín. Con esa sonrisa de idiota que siempre trae, entra al local sin preocupaciones. Él se da cuenta que lo miro, me saluda desde donde está y acelera el paso. Joaquín llega a mi mesa y me pide perdón. Me explica que su auto se averió. No le creo. Probablemente, sea una más de sus mentiras.

Yo procuro no increparle nada, ni hablar más de la cuenta. Me daría vergüenza hacerle una escena enfrente de tanta gente. Además, no quería desentonar de mi grupo. Joaquín me dice que saquemos a bailar a algunas chicas que para eso hemos venido. Le digo que me quiero ir, pero él me detiene y antes de que comience a hablar de mi ex y de mi vida privada le digo que está bien que iré a bailar.

Me paro de la mesa, el viejo y el niño me quedan mirando, doy media vuelta y piso firme: con decisión. Todo parece augurar que la pasaré de putamadre. Adiós, perdedores, pienso, mientras sigo a Joaquín.

Joaquín va delante mío. Saluda a sus conocidos sin dejar de caminar. Su andar es como el de un gato que se siente dueño de la casa. Siempre admiré su valentía y sinvergüencería. Él me indica un lugar donde hay mujeres sentadas. «Ahí es, huevón. Tú mismo eres», me alienta. Yo espero que el haga su movimiento para luego hacer el mío. Joaquín, saca a bailar a una mujer guapísima, ambos pasan por mi costado. En ese momento, me hago invisible para él, me quedo parado, miro al resto de chicas y luego miro a Joaquín bailar.

Doy media vuelta, me esperan en la mesa 33.

FIN

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