Aún en mi segundo año estudiando periodismo, era un joven optimista. Creía que algún día, no muy lejano, algún medio de prensa me aceptaría como interno y aprendería muchos trucos del oficio, haría coberturas al interior del país, escribiría crónicas, columnas de opinión, reportajes. Varias novelas que leí por ese entonces alimentaron esa ingenua ilusión. Historias donde el protagonista siempre es un joven periodista que ingresa a trabajar a un diario y que poco a poco se va puliendo en el oficio hasta llegar a ser un periodista hecho y derecho. El problema de todas estas novelas era que estaban ambientadas en una época antigua para mí, los años dorados del periodismo, cuando los diarios y las revistas aún no perecían ante la televisión, y la palabra internet no figuraba en ningún diccionario.
Por ese entonces, cada mes, preparaba una nueva versión de mi currículum para solicitar empleo en distintos medios de comunicación. Como no tenía experiencia laboral previa llenaba la hoja de cuanto adjetivo se me ocurriera. Proactivo, puntual, responsable, resiliente. Cuando tenía mi currículum al cien por ciento, le sacaba cinco copias, luego las metía en un sobre manila, me vestía de saco y corbata: así estaba listo para tocar puertas. Por lo general, iba al centro de Lima a buscar trabajo, ya que la mayoría de los diarios operaban desde ahí. Sin excepción, todas las veces que solicité prácticas en los diarios nunca pasé de la recepción. Incluso, de tanto insistir, algunas de las recepcionistas ya reconocían mi rostro.
Cada rechazo me iba abriendo un poco más los ojos, hasta que un día los tuve bien abiertos y me di cuenta de la cruda realidad: no había espacio para mí, un don nadie, dentro de la prensa. Cuando iba a renunciar a mi objetivo novelesco, apareció el profesor Gerardo, quien reavivó las llamas de mi quijotesco sueño —aunque esa no fuera su intención— lanzando el libro Contarlo todo, una novela gorda de más de quinientas páginas que es una suerte de autoficción del entonces periodista, ahora escritor, Jeremías Gamboa.
El libro parecía estar escrito para mí, y no es una ligereza, de verdad así lo sentí. El personaje principal de la novela no solo tenía mi nombre, sino que compartía ciertos aspectos de mi realidad. Los dos teníamos afición por escribir. Ambos vivíamos en barrios marginales. Ninguno de los dos tenía un peso en el bolsillo, y aun así hubiésemos trabajado gratis con tal de trabajar como un periodista.
Conforme avanzaba con la lectura, mi homónimo ingresó a una revista de prestigio, ahí aprendió mucho acerca del oficio. Es en ese punto donde nuestras historias se separan, porque a diferencia de él yo nunca ingresé a un medio de comunicación impreso. Pese a ello, me gustaba creer que yo era ese Gabriel. Un día, no aguanté más la envidia que sentía por aquel personaje de ficción y toqué la puerta de una radio. Ya no me importaba si no trabajaba en un periódico. Pasé a la recepción y me dijeron que tome asiento, que espere a la jefa de prensa para que me entreviste. “Cuando vea mi currículum me botará a patadas”, pensé. La jefa de prensa apareció y me entrevistó ahí, en la recepción. «¿Cuántos años tienes?». «¿De qué universidad eres?». «¿En qué ciclo vas?». Solo al finalizar sus preguntas, me pidió mi hoja de vida, le echó un vistazo y dijo: «No tienes experiencia laboral». «No, pero aprendo muy rápido», respondí en el acto. «Bueno… ¿Mañana puedes empezar?» «Sí, claro». «Ah, por cierto, el puesto de practicante es ad honorem, no hay sueldo». «Sí, eso no me importa». No lo podía creer. Al salir del edificio, sentí una alegría desbordante, ese tipo de felicidad de quien espera malas noticias, pero recibe buenas.
Por esos días, retomé la lectura de la novela, solo para restregarle a Gabriel que yo también tengo trabajo. Gabriel no tardó mucho en humillarme y mirarme con desdén desde lo alto. Sin embargo, tal como dicen: todo lo que sube tiene que bajar. Me tocó ver a Gabriel, el del libro, pasar por momentos oscuros. No pude evitar sentir lástima por él. Pasaron los días y yo iba conociendo el mundo de la radio. Había realizado mis primeros reportes en vivo, entrevistado congresistas, cubierto eventos sociales, pero no me sentía feliz u orgulloso. Me sentía incompleto. Solo cuando terminé de leer Contarlo todo descubrí que ser periodista no era lo que realmente quería, que al leer todas esas historias de periodistas jóvenes no era el periodismo lo que me fascinaba, sino las aventuras y desventuras que vivían los personajes. Yo también quería vivir, para tener así algo que contar.