Habían pasado tres semanas desde que Arturo, el contador, no se presentaba por la oficina. Intentamos comunicarnos con él, pero no tuvimos éxito. Nos pareció extraña su ausencia, ya que él nunca faltaba, ni aunque estuviera enfermo. El hombre era un autómata de la rutina. Y de tanta repetición, nos sabíamos de memoria su horario. Ocho en punto ingresaba a la oficina, se servía un café a mediodía, almorzaba solo y demoraba quince minutos. Ese era el único lado que conocíamos de Arturo. No sabíamos quién era fuera del horario laboral.
Cuando postuló para el puesto, yo lo entrevisté. En ese momento, me dio la impresión de ser un tipo correcto, de valores, un profesional con todas sus letras. El único punto en contra que encontré en él fue su personalidad introvertida. Yo no me considero extrovertido, todo lo contrario. Pero Arturo estaba a otro nivel. Solo hablaba cuando consideraba que era necesario, a veces ni respondía. Parecía siempre estar absorto en su trabajo. Nunca fue capaz de integrarse a la camaradería que teníamos en la empresa, pero tal era su habilidad que nunca lo amonestaron por su actitud.
Como responsable de recursos humanos, es mi deber velar por los empleados. Por eso, y por órdenes de mi jefe, he llegado al departamento de Arturo. Toco la puerta, pero nadie contesta. Giro la perilla. Está sin seguro. Entro a su hogar y lo primero que me encuentro me desconcierta. Contrario a lo que se esperaría de alguien como Arturo, su hogar es un desastre. Libros por el piso. Un canario muerto. La atmosfera era nauseabunda y pesada.
Recorro las habitaciones, hasta que doy con su dormitorio. Es un lugar lúgubre y pequeño. Aquí las cosas también están muy desordenadas. Una capa de polvo parece cubrir todo. Sobre la mesa de noche encuentro un papel que dice lo siguiente:
Para el policía:
Ya no aguanto más. Me quitaré la vida, o al menos haré el intento.
Sé que te preguntarás por qué lo hice. Planeo responder a esta interrogante a través de esta carta. No quiero que se inculpe a nadie y declaro expresamente que morí a mano propia.
Debes saber que padezco de una condición que probablemente no tenga cura, porque no sé si haya algo que curar. Lo que me lleva al suicidio es la vida. La vida que crece dentro mío. Una vida que no es mía. Probablemente, pienses que estoy loco, es lo más lógico. Pero te voy a demostrar lo contrario.
Mi tragedia comenzó el 13 de este mes. Por la tarde, mientras trabajaba. Yo salía del urinario y al mirarme en el espejo pude ver algo raro en mi boca. Mis dientes y mi lengua habían desaparecido y en su lugar había un agujero oscuro. Grité del miedo, pero no emití sonido alguno.
Intenté calmarme. “Debe ser la fatiga del trabajo”, me repetí. En la oficina, nadie notó que algo raro me pasaba. Eso me calmó. Así terminé la jornada y regresé a mi departamento. Lo primero que hice fue correr hacia el baño. Volví a mirar mi boca, esta vez con detenimiento.
Era el espacio. Dentro de mi boca había galaxias, nebulosas, estrellas. No podía creer lo que veía. Me acosté con la esperanza de que al despertar aquel agujero hubiera desaparecido. Pero no pasó nada de eso. El universo dentro de mí seguía creciendo. Lo podía sentir.
Mi estómago ardía. Sentía unos revoltijos que iban y venían. Todo mi cuerpo temblaba. Me revisé en el espejo y el universo seguía ahí. Había alcanzado mis ojos. Mis córneas estaban oscuras, pero aún podía ver el exterior. Algo más intrigante aún es que podía ver en mi interior. Si cerraba los ojos podía ver la formación y la destrucción de incontables galaxias. Luces, explosiones, silencio absoluto. La vida dentro mío me consumía poco a poco.
Frente al espejo, había perdido la noción del tiempo. No sabía cuántas horas o días habían pasado. Lo cierto es que pude ver por la ventana como se hacía de día y de noche en un abrir y cerrar de ojos. Lo primero que pensé es que no había ido al trabajo, luego pensé en mi canario. Cuando fui a verlo estaba muerto. Había muerto de hambre. Hambre. Yo no la sentía. Revisé la comida que me había preparado, la mañana antes de mi tragedia. Estaba mohosa y tenía un olor fétido. Todo este tiempo había sobrevivido sin pizca de alimento ni bebida.
“¿Qué me está pasando?”, me pregunté. La vida dentro mío opacaba mi propia vida. Me detuve a pensar sobre el universo que llevaba en mi interior. No sé si era nuestro universo, o el de alguien más. Y si fuera el nuestro, qué pasaba si yo moría. ¿Toda la vida se extinguía conmigo? O seguiría pese a mi muerte.
¿Por qué fui yo? ¿Por qué fui yo y no tú? Quizás es cosa del destino o el azar, quizás un ser supremo lo quiso así. Antes de desaparecer debo advertirte: Quizás un día te veas al espejo y descubras un universo en tu interior.
Era el fin de la carta. No tenía idea de lo que había pasado con Arturo. ¿Estaría muerto? Llamo a la policía e intento contarle lo sucedido, sin mencionar aquello del universo. Me dirijo al baño y me miro al espejo.