Esa mañana salí, muy temprano, a jugar con Guadalupe. Le había prometido a mamá que volvería antes del mediodía. Nuestros parientes llegaban, desde la capital, para visitarnos y solo se quedarían unas horas. Así que debía estar en casa para el almuerzo. A mí me gustaba cuando venían porque podía pasar tiempo con mis dos primos que tenían casi la misma edad que yo. Aquí en Las Hartonas, nuestro pueblo, Lupe era la única niña, mi única amiga. No había más niños para jugar. A mí me gustaba pasar tiempo con Lupe. Siempre teníamos diferentes aventuras. Como capturar ranas en el río o cazar aves en la pradera.
Al regresar al vecindario, invité a Lupe a comer con mi familia. Ella me dijo que le preguntaría a su madre y partió. Mis primos alcanzaron a ver esto y cuando me acerqué a saludarlos me comenzaron a molestar. “Antonio juega con niñitas”, repetían en tono burlesco. “¿No serás mariquita?”, preguntó el mayor.
Durante el almuerzo, Lupe se sentó a mi costado. Mis primos nos miraban, murmuraban y se reían. Yo alejé un poco mi silla de ella, pero ellos seguían fastidiando. Al terminar la comida, mi padre nos ordenó que jugáramos afuera porque los adultos tenían que celebrar.
Entonces, fuimos al río para capturar ranas. Las aguas estaban fluyendo con mayor intensidad, por lo que Guadalupe resbaló y me sujetó de la mano. Mis primos me molestaron una vez más. Fue ahí donde, cansado de las burlas, empujé a Guadalupe. “Esto haría una mariquita”, les grité. Salimos del río y Guadalupe se quedó ahí. Creo que al caer se rompió algún hueso o quizá cayó encima de una madera. El punto es que escuché un crujido. En ese momento, no me importó. Solo quería demostrarles a mis primos que yo era un hombre. Mientras Guadalupe lloraba y yo me ataba los zapatos, el mayor de mis primos gritó: “El último que llegue a la cabaña es una mariquita oficialmente”. Todos corrimos.
Cuando volvimos a casa, me sentía mal por Lupe. Quise regresar para ver cómo estaba. Quería pedirle perdón. Tenía ganas de llorar, pero no lo hice. Deseaba volver en el tiempo y no haber sido tan malo con ella, después de todo, ella no tenía la culpa de nada. Eran esos dos tontos con los que me debía desquitar. Así que, sin pensarlo mucho, fui y le asesté un puñete, en la panza, al menor de mis primos. Este cayó al piso. Se quejaba del dolor. Su hermano mayor presenció esto y me empujó. Yo intenté defenderme, sin embargo, él era más fuerte. Los adultos se dieron cuenta de lo que ocurría y nos separaron. Luego de las explicaciones, mi padre concluyó que todo era mi culpa. Me llevó a mi habitación, se quitó su cinturón y me dio una paliza.
Al atardecer, despedimos a mis parientes, quienes se alejaron por la carretera San Felipe. Una vez en casa, me escapé para volver al río y disculparme con Lupe. En el camino me topé con los padres de mi amiga. El señor López me interrogó por su hija. Me dijo que no aparecía por ningún lado. Palidecí. Le juré que no la había visto después del almuerzo, que ella se había marchado a casa y que yo me quedé jugando con mis primos de la capital… Él pareció creerme. Yo me di media vuelta, mientras los vecinos seguían buscando a su hija.