Hoy es el cumpleaños de Emilio Barzotti, un compañero de escuela, mi primer mejor amigo. La última vez que lo vi fue hace 60 años. Ahora no sé dónde vive, ni qué será de su vida, pero aún puedo recordar el día en que nació. Cada 24 de agosto vengo a este restaurante, ubicado en la calle Saltobar 350, para celebrar el cumpleaños de Emilio.
Estábamos en primer grado cuando lo conocí. Era el primer día de clases, nadie conocía a nadie, pero en un par de minutos la clase se había fragmentado en pequeños grupos. A mí no me incluyeron en ninguno, quizá les asustaba la cicatriz que tenía en la pelada, producto de una caída. Tampoco habían incluido a Emilio, un niño delgado y bien peinadito, él estaba sentado en un rincón hablando consigo mismo. Me acerqué a él y dejó de balbucear. No recuerdo qué le dije, pero a partir de ahí nos hicimos buenos amigos.
Emilio venía todas las tardes a mi casa para hacer la tarea, y yo iba a la suya los fines de semana para jugar. A mí me gustaba ir a la casa de Emilio porque era muy grande, había espacio para jugar todo tipo de deportes, incluso tenía piscina. La casa de mis padres era pequeña y lo único que podíamos jugar era fútbol con los dedos. La familia de mi amigo era adinerada, para los estándares del barrio, a mi padre eso le creaba suspicacias, ya que la situación económica del país no iba nada bien. En ese entonces creía que para salir de la pobreza solo se necesitaba un buen empleo, por eso le pregunté a Emilio en qué trabajaba su papá, él siempre me contestaba que era empresario, pero no sabía bien qué hacía.
Una tarde, mientras hacíamos la tarea, Emilio me confesó que su padre trabajaba para Santa, yo no le creí, pero él reafirmó su teoría. Y me contó que la noche anterior, tras haber tenido una pesadilla, se dirigía al cuarto de sus padres. Fue ahí cuando escuchó la voz de su papá en el baño. El señor Barzotti le decía a un tal Gordo que ya tenía su ‘nieve’ lista para el vuelo. A la mañana siguiente, una vez que su padre se había ido, Emilio rebuscó en la cochera y encontró muchas bolsas, pero estas no tenían nieve, sino un polvito mágico. «Nieve debe ser un nombre clave que manejan en el Polo Norte», me dijo.
Un sábado por la tarde, me mostró las bolsas de polvo mágico (ahora ya sé que ese polvo no era mágico, algunos dicen que te hace volar, pero ese ya es otro tema). Sacamos una bolsa y nos fuimos a jugar al jardín. Emilio agarró un puñado y se lo tiró en los pies. Saltó y saltó, esperando elevarse. Yo le dije que quizás solo Santa podía usar esa magia. Entonces, me propuso jugar a disfrazarnos. Emilio se manchó los cabellos de polvo y aseguró que todos creerían que había envejecido. Yo me unté el polvo en las mejillas y en la cabeza, quería parecerme al vampiro de las películas mudas. Según Emilio, lucía idéntico.
De pronto, el auto de su padre frenó en seco. Abrió la puerta del coche y corrió hacia nosotros. «¿Qué has hecho?», gritó, mientras sacudía a mi amigo. Luego, llamó a su esposa. «¡Karen!», gritaba. Ella salió y comenzaron a discutir. El señor Barzotti le increpaba y a ratos nos señalaba. Emilio me dijo que me fuera, porque cuando su padre se molestaba se convertía en el demonio. Entonces, me fui. No imaginé que esa sería la última vez que vería a Emilio. Lo último que le dije fue «mañana nos vemos».
Cuando llegué a casa, mi padre se aterrorizó, yo le dije que no temiera que no era un vampiro de verdad, sino su hijo. Le conté lo sucedido en casa de Emilio. Mi padre me llevó corriendo a la ducha y me bañó. Recuerdo que repetía: «no respires, no respires». Él hizo una llamada. Luego de eso, nos escondimos debajo de la cama. Si no me equivoco, ahí dormimos esa noche.
Al día siguiente, quise ir a casa de Emilio, pero mi padre me lo impidió. En la escuela, Emilio no aparecía por ningún lado, ya después me enteré de que su familia se había mudado (fugado). Meses más tarde, una cadena de restaurantes compró su casa y, tiempo después, la demolieron.
Al fin, el mesero trae mi plato. Son fideos al pesto… Todos los 24 de agosto son fideos al pesto. Puede que suene tonto, pero esta comida me recuerda aquella tarde que jugaba con Emilio. El verde de los fideos me hace recordar el césped de su casa y el queso rallado, a la nieve.