Al despertarse, lo primero que hizo Mauricio fue ir a la habitación de su papá. Abrió la puerta y, para su sorpresa, se encontró con su padre, quien aún dormía. Usualmente, a esa hora, su padre ya estaba en el baño siendo atendido por el enfermero. Mauricio se quedó observando la habitación. Muchas cosas cambiaron desde que su papá regresó del hospital. El trofeo de fútbol que adornaba la cómoda fue reemplazado por unos frascos de pastillas, el uniforme policial ya no colgaba del perchero y, ahora, junto a la cama, la nueva silla de ruedas aguardaba a su jinete.
El teléfono de la casa sonó. Sin hacer ruido, Mauricio salió del cuarto y fue a contestar. Era el enfermero de su padre que había tenido un contratiempo y no llegaría hasta dentro de media hora, Mauricio aprovechó eso para darse un baño. Él sabía que cada vez que su papá ocupaba el baño tardaba una eternidad. Al entrar a la ducha, Mauricio revisó los moretones que tenía en los brazos y piernas, aún no desaparecían.
Mauricio salió del baño y su papá aún no salía de la habitación. El niño se vistió y salió a comprar el desayuno. A raíz del accidente, Mauricio se encargaba de comprar el desayuno, el almuerzo y la cena. También realizaba otras tareas del hogar como barrer o lavar los servicios. Su padre apoyaba en lo que podía, aunque todavía no terminaba de adaptarse a la silla, pero hacía su mayor esfuerzo, incluso la semana pasada se las arregló para recoger a su hijo de la nueva escuela.
Al volver, Mauricio vio el maletín del enfermero de su padre sobre el sofá, dejó el desayuno en la mesa y fue al cuarto de su padre. No encontró a nadie. Probablemente, ya estaría en el baño. Fue a su recámara y sacó su mochila, regresó a la habitación de su papá y se dirigió al ropero, abrió cada uno de los cajones buscando algo. Pijamas, camisas, toallas y ¡eureka! Encontró lo que buscaba en el último cajón: una pistola. Metió el arma en su mochila, dejó todo como estaba y salió rápidamente.
***
De camino a la escuela, Mauricio repitió para sus adentros «hoy se acaba». Una y otra vez: «hoy se acaba». «Les cerraré la boca a todos», pensó con determinación.
Apenas llegó al colegio, fue al baño. Se fijó que no hubiera nadie alrededor y se metió a un cubículo. Abrió el cierre oculto de su mochila y sacó la pistola plateada de su padre. Una vez que tuvo la pistola en sus manos, le fue inevitable pensar en como sus compañeros lo habían golpeado, como se habían burlado de su padre y como lo llamaban mentiroso. Escuchó unos pasos y rápidamente guardó el arma.
Al salir del baño, se topó con el único amigo que tenía, Pepe, quien al igual que él era nuevo.
—Y la trajiste —susurró Pepe.
—Sí —respondió Mauricio.
—Ahora ya nadie te va a molestar nunca más —dijo Pepe con una sonrisa.
Mauricio asintió.
«¡Cíclope!», alguien gritó a lo lejos. Pepe le dijo a Mauricio que no hiciera caso. «Dónde está el profesor X», gritaron en coro desde atrás.
***
Al sonar la campana de recreo, Mauricio se escabulló con su mochila. Se sentó en una banca y miró fijamente el baño. La pierna derecha le temblaba. Pepe se sentó a su lado y le dijo que ya les había dicho a los chicos. «Estarán ahí en cinco minutos», agregó Pepe. «¿Qué les dijiste?», preguntó Mauricio. «Que pelearás con Samuel». Mauricio agrandó los ojos y miró a Pepe. «Era la única forma de hacer que todos vayan al baño», se excusó Pepe, levantando los hombros.
La hora acordada llegó. Ambos niños se fueron corriendo al baño. Sus compañeros ya estaban ahí.
—Así que te vas a vengar, Cíclope —dijo Samuel quitándose la chaqueta.
—¡Espera! —dijo Pepe, colocándose delante de Mauricio—. Antes de eso Mauricio tiene algo que mostrarles.
—Pobre que sea cualquier huevada —amenazó Samuel.
—Sí, por las huevas no nos habrás hecho venir —dijo alguien desde atrás.
Mauricio les dijo que esperaran que tenían que salir los demás niños. Esperaron que se vayan y Mauricio cerró la puerta.
-No nos vas a querer besar, ni nada, ¿no?, maricón —dijo Samuel.
Los demás rieron.
Mauricio no dijo nada y abrió el cierre oculto de su mochila, sacó el arma, los miró y gritó con la cara enrojecida:
—¡Ven, idiotas, mi viejo sí fue policía!
—Calma, cuidado con esa arma —dijo Samuel, acercándose lentamente.
—¿Está cargada?
—¿Funciona?
—¡Mi viejo sí fue policía! —repitió.
Todos los niños se acercaron para examinar el arma: ¿Es de verdad? Es de acero. No, es de metal. ¡Sí es de verdad! Está helada. ¡Fue policía! ¿Tiene balas? ¡Bang!…
El estruendo silenció los murmullos de los niños. Por un instante, se quedaron congelados, nadie supo qué hacer ante tan horrenda escena hasta que uno gritó horrorizado. Abrieron la puerta y corrieron despavoridos.
Mauricio con ojos llorosos, gritaba por ayuda. A su lado, con la mirada perdida, su amigo se desangraba.