Estaba conversando con mi hermana por teléfono cuando alguien tocó mi puerta. Casi susurrando, le dije que siga disfrutando de sus vacaciones escolares, colgué la llamada y me moví lentamente hacia las cortinas. Era cauteloso porque la dueña del edificio no dejaba de acosarme, hacía tres meses que no pagaba el alquiler y la vieja me había amenazado, en más de una ocasión, con botarme a través de sus matones. La culpa de mi situación era de Charly, ese viejo hijo de puta. Por su culpa mi reputación como investigador estaba por los suelos. Nadie me contrataba.
A través de la cortina, pude ver a un hombre que consolaba a una mujer. Ambos tendrían alrededor de 45 años y 85 kilos. ¿Quién es?, grité. Vengo por el anuncio de investigador, respondió el hombre.
Abrí la puerta y me presenté.
—Disculpe, vengo por este anuncio —dijo el hombre, mostrándome la hoja en su mano.
—Sí, claro. Cuénteme.
—Verá, el problema que tenemos…
—No, aquí no. Espérenme un segundo.
Cerré la puerta y los dejé esperando. Lo mejor era conversar en la calle. No podía invitarlos a mi departamento, ya que mi sala era un chiquero, estaba lleno de ropa sucia y de latas de cerveza. Busqué en mi sillón una casaca limpia, me la puse y salí.
***
Lo había reconocido: mohicano, bigotón, fornido, mal aspecto, tatuaje de lágrima en la mejilla izquierda. Definitivamente, era la persona que me describió la pareja de esposos que me contrató. Estuve siguiendo al tipo hasta que se paró frente a un colegio, tocó el portón y, sin decir nada, lo dejaron entrar. Pensé en ir detrás suyo, pero las palabras de Charly me invadieron: «No puedes moverte sin antes haber visto la jugada de tu oponente».
Me quedé esperando en las afueras del colegio, pensando que el hombre saldría rápido, pero no fue así. ¿Cuál era la conexión entre ese bigotón y el colegio? ¿Estaría el colegio relacionado con la desaparición de un gato? Era muy temprano para sacar conclusiones, quizá estaba exagerando.
Desde hace dos semanas, el barrio de San Martín ha estado sufriendo una ola de secuestros de mascotas. Cualquiera que pasara por estas calles podría darse cuenta de la situación, por la cantidad de afiches de ‘se busca’ pegados en las paredes. La pareja que me contrató tenía una cámara de seguridad que captó al sujeto (que he venido siguiendo) merodeando por el barrio. Hasta el momento, era el principal y único sospechoso.
Después de una hora y media, el tipo salió. Noté que su espalda estaba empapada de sudor y sus zapatillas cubiertas de tierra, era evidente que había estado haciendo algún trabajo físico, de jardinería quizás. Lo raro es que no llevaba consigo herramienta alguna.
***
Después de haberlo seguido por toda la tarde, descubrí que, a pesar de su aspecto, el sujeto no era una mala persona, al menos no un delincuente, mejor dicho, era lo que se conoce como un ‘mil oficios’. Limpiaba autos, botaba la basura, barría la calle, el hombre era un mercenario de los trabajos domésticos.
A las veintidós horas, entró a una vivienda muy humilde, deduzco que era su casa. Justo cuando me estaba por ir —porque pensé que el bigotón ya se iba a dormir— salió. Con una mochila a sus espaldas, caminó hasta el paradero. Tomó un bus. Yo, por la distancia que mantenía para que no me descubriese, no conseguí subirme, pero sabía a donde se dirigía ese bus: al barrio de San Martín.
Ya casi era media noche, me encontraba en el lugar del crimen, pero no veía al sospechoso. Tuve una corazonada y fui al colegio. Al llegar, vi las luces encendidas, algo raro estaba pasando, pensé. Logré infiltrarme trepando un muro. Caminaba con cautela, por el jardín del colegio, cuando de pronto escuché voces. Me escondí tras unos arbustos, desde allí pude ver al sujeto que conversaba con un hombre chato vestido con traje —no conseguí oírlos—. La mochila del tipo estaba tirada en el césped y junto a ella una bolsa de rafia abultada. El chato abrió la bolsa y dejó caer su contenido, ¡eran gatos!, gatos asesinados, bañados en sangre, con el pelaje tieso. No tenía la menor idea de qué estaba pasando, el bigotón cogió una pala y empezó a cavar, mientras que el chato prendía unas velas.
Al ver el cadáver de los gatos tendidos en el suelo, recordé a Sammy, el gato de la pareja. Mi misión había terminado, ya conocía el paradero de su mascota. Mientras que el chato vertía la sangré de los gatos en una foto, decidí retirarme. Si bien mi misión terminaba aquí, estoy seguro de que esto era el principio de algo más grande.
FIN
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