Eran las 7:00 cuando sonó el teléfono y de inmediato el oficial Fetuccini contestó. Su semblante inexpresivo nunca me permitía saber si las noticias que le daban eran buenas o malas, lo mismo sucedía con sus lacónicas respuestas. Este hombre era tan indescifrable como el mismo sentido de la vida.
Hacía un mes que fui transferido a la División de Secuestros y asignado como ayudante del oficial Fetuccini. Él no era muy expresivo. Nunca hablaba de su vida personal, si no fuera por el trabajo seguro ni me dirigiría la palabra. Lo único que sabía de él lo leí en el periódico que narraba cómo, sin ayuda de nadie, rescató a una joven secuestrada por una pandilla de enanos, aquellos bastardos habían dopado a la niña. Sabe dios que le habían hecho.
—Alístate —me dijo Fetuccini cortando mis pensamientos.
—Ya estoy listo, ¿qué sucedió? —le dije intentando prolongar nuestra conversación.
—Alguien hizo una denuncia anónima, tenemos que corroborar el hecho. En el auto te daré más detalles.
El caso en el que nos vimos involucrados podría ser el inicio de algo más grande, intuía Fetuccini. Según lo que me contó, un informante había llamado para avisar que un viejo solterón, de la noche a la mañana, tenía a un niño en su casa, lo raro es que este hombre no tenía familiares.
Llegamos a la casa del hombre en cuestión, era una cabaña de madera con lindos acabados. Fetuccini tocó la puerta, pero nadie atendía. Yo rodeé la casa y me asomé por la ventana posterior. Fue entonces cuando lo vi, el anciano estaba desnudo en la bañera junto a un niño. Corrí hasta la puerta y le conté lo que vi a Fetuccini. Él empujó la puerta y corrió al baño.
Capturamos al viejo, no sin antes darle una paliza, le pusimos los grilletes y lo metimos al auto. Fetuccini me dijo que llevaría al hombre a la dependencia para interrogarlo, mientras que a mí me tocaba esperar a Susan, la asistente social, para que se haga cargo del niño. El pequeño lloraba desconsoladamente, parecía que aún no asimilaba lo qué había pasado.
Al llegar a la dependencia me dijeron que Fetuccini ya estaba interrogándolo. Fui a echar un vistazo, me moría de ganas de ver al oficial en acción. A través de la cámara Gesell los pude ver. El hombre ya tenía ropas y Fetuccini fumaba un cigarro.
—¿Quién te vendió al niño? —dijo Fetuccini, botando humo de la boca.
—Se lo juro, señor. Un hada se me apareció y transformó a mi muñeco en un niño de carne y hueso —dijo el hombre asustado y con lágrimas en los ojos.
Fetuccini lo abofeteó.
—Solo lo diré una vez más: quién te vendió al niño.
—Señor, por favor. Se lo juro, yo no sé nada de los niños desaparecidos en la feria —gritó desesperado el interrogado.
El oficial se sacó el cigarrillo de la boca, lo miró y lo apagó lentamente en la mano del sujeto. Sus gritos eran desgarradores. Fetuccini salió de la habitación y el anciano estalló en llanto.
«¿Pudiste sacarle algo?», le pregunté. Él me dijo que no, pero que tenía una corazonada de que ese tipo estaba conectado con una red de trata de niños. Las coincidencias eran muchas: hace una semana desaparecieron unos hermanos en un bosque, la semana anterior a esa una pequeña casi es raptada cuando visitaba a su abuela y la feria —la bendita feria— el caso más escandaloso de todos los tiempos donde más de un centenar de niños desapareció sin dejar rastro alguno. Y ahora tenemos a este anciano que tiene un niño, posiblemente comprado.
Fetuccini se encontraba haciendo el papeleo, cuando Susan me llamó. Me había dicho que el niño le había contado que ese señor era su padre y que él solía ser un niño de madera. Este caso se va poniendo cada vez más raro, pensé. Susan me dice que no sabe porqué, pero que confía en el niño. Yo solo me limite a decir: «Ten cuidado, los niños mienten».