Desde que mi viejo falleció, he visitado más seguido a mi mamá. Durante el almuerzo, conversamos sobre él. Ella me cuenta que hace unos días estuvo ordenando el garaje y que no sabe qué hacer con tantas cosas de jardinería, ahora que Pocho no está.
—Es una pena —dice afligida—, el jardín que tanto cuidaba se va a echar a perder.
—Yo me haré cargo, viejita —propongo.
—¿Mati, harías eso por él? —me pregunta con los ojos llorosos.
—Sí, mamá, no creo que sea muy difícil.
Ver el jardín lleno de maleza me hace recordar que el viejo ya no está. No puedo ponerme triste, eso mataría a mamá. Respiro hondo y comienzo a cortar el césped.
Me tumbo sobre el césped recién cortado, no pensé que sería un trabajo tan agotador. Y pensar que el viejo pasó más tiempo aquí que jugando conmigo y no lo digo con resentimiento, simplemente me parece curioso. Él no me dejaba entrar a su jardín. «Los niños lo estropean todo», refunfuñaba. Creo que la única vez que entré a su jardín, fue cuando enterramos al Bobby, ¡cómo lloré ese día!
Mi mamá llega con limonada y se sienta en el césped conmigo. Ella me cuenta que luego del infarto papá no fue el mismo. «Había cambiado, tenía una obsesión por este bendito jardín. No te miento, hijito». Lo sé, pienso. También había notado ese repentino cambio que tuvo luego de volver del hospital. De niño pensaba que le habían quitado el corazón y por eso era más antipático. Yo no entendía qué tenía de especial ese jardín, me moría por descubrirlo, pero mamá, como si leyera mis pensamientos, me decía que no hiciera travesuras y menos en el jardín que Pocho ya no estaba para hacerse hígado.
Antes de irse, mamá me recuerda que debo darles mantenimiento a las plantas de las macetas. «Gracias, corazón», me dice.
Mi papá siempre tuvo predilección por las plantas de higo, casi todas las macetas eran de esta planta, a excepción de los girasoles de mamá. Las plantas de mamá estaban marchitas, mientras que las higueras incluso tenían la arrogancia de dar frutos.
Mamá me pide que me quede a dormir. «Debes estar muy cansado para manejar de regreso, date un baño mientras preparo el lonche». Acepto, aunque me daba cosas volver a dormir en esta casa. La nostalgia me invade, hace ya varios años que no duermo aquí.
En la sobremesa, mamá me confiesa que desde que el viejo falleció ella no duerme en su habitación, porque la llena de tristeza. Ella estaba durmiendo en la que fue mi habitación, por lo tanto, me tocaba dormir en su cuarto, era eso o el sillón.
Echado en la cama de mis padres me siento extraño, solo puedo pensar en el viejo, sus bromas, sus ocurrencias, sus regaños. De pronto, oigo ruidos afuera, debe ser mamá en la cocina, pienso. Me levanto para ver qué tanto hace, pero no está. Todas las luces están apagadas. Vuelvo a escuchar el ruido, ahora sé que proviene del jardín. Echo un vistazo por la ventana: no hay nadie. Abro la puerta y me doy cuenta de que son las higueras las que hacen tanto ruido. Sus ramas se mueven por acción del viento, casi parece que bailan. Me siento en el césped, a pesar del ventarrón y de la noche fría. Me echo en el piso y cierro los ojos. Los recuerdos de papá me invaden.